Rodolfo de Habsburgo, heredero al trono del Imperio Austro-Húngaro, se suicidó junto a su amante María Vetsera, aparentemente ante la solicitud imperativa de su padre el emperador, para que abandonara a la baronesa de Vetsera, en favor de Isabel de Baviera, esposa de Rodolfo. Años después, con el corazón de por medio, Eduardo VIII de Inglaterra abdicó al no encontrar una solución político-religiosa para casarse con Wallis Simpson. Si bien es cierto que Rodolfo de Habsburgo y Eduardo VIII comparten ancestros que se remontan a la consolidación de la casa de Hannover (reinante en Inglaterra durante casi 100 años), también comparten una vida privada desordenada que se decantó en eventos desafortunados como la primera guerra mundial. María Vetsera tenía tan solo 17 años cuando murió junto al príncipe; Wallis Simpson hacía parte de la larga lista de mujeres casadas conquistadas por Edward Albert Christian George Andrew Patrick David antes de convertirse en rey.
En algún momento de la historia, la lujuria y el adulterio le han causado señalamientos a personas del calado de Martin Luther King o más recientemente al expresidente Clinton. Estas son por supuesto: grandes ligas.
Sin el ánimo de elevar a los protagonistas de los escándalos criollos a las refinadas coronas europeas, pero sí en virtud de la universalidad de la traición, recientemente hemos visto la ruina personal de Nicolás Petro, hijo del presidente de la República. Nicolás, como casi cualquiera que lea esta columna, no tiene sangre real, tiene eso que sí tiene todo aquel que tenga sangre corriendo en las venas: deseo. No hay nada reivindicante en ello.
El hijo del presidente traicionó a su esposa (como Rodolfo). Ella, en reacción, publicó conversaciones privadas que acusan a la pareja en conjunto de movilizar dineros de procedencia dudosa, de conseguir puestos burocráticos mediante tráfico de influencias y de hacer alianzas con cacicatos políticos tradicionalmente corruptos.

Nicolás inicia un proceso judicial en el que tendrá que probar su inocencia, pero su situación luce insalvable: toda infidelidad es corrupción.
En 200 años, después de movilizar millones de personas que pertenecen a la otredad, después de la guerra, la sangre regada, los muertos, los desplazamientos, llegó por primera vez un gobierno de izquierda a Colombia. El incalculable sufrimiento y su correspondiente esperanza de terminación, se abrió por fin un espacio en el poder, para “hacer las cosas diferentes”, para “no ser iguales”, para poner en práctica la política del amor. El amor, Nicolás, no traiciona, y si sí, no al padre, y si sí no al pueblo.
Nicolás Petro Burgos no es el presidente, pero su traición pesa por su cercanía con él.
Esperemos que de ser culpable pague condena, al fin y al cabo aquí nadie en el poder mayor ha pagado nunca y sería novedoso. La raza criolla no conoce las dignidades del suicidio o la abdicación, sólo conoce del vencimiento de términos y del archivamiento de procesos.